“Uno cree las cosas porque
está condicionado a creerlas”.
Esta frase es la explicación y la condena que le da substancia al
mundo feliz, donde la dignidad es
reemplazada por una libertad prostituida a base de condicionamientos,
soma e hipnopedia.
Cualquier sociedad que aspira solamente a la felicidad termina por
dirigirse a su decadencia, ya que la búsqueda de ella como última finalidad
permite justificar cualquier acto o política, aun cuando estas colaboren a
suprimir el libre albedrío. Al no poder encontrar alguna razón o algún motivo
que sostenga duraderamente esa felicidad, se recurre a suprimir a como dé lugar
la contradicción que grita que no es una felicidad verdadera, estableciendo así
como paraíso lo que en realidad es una prisión.
Bernard Marx y Lenina nos van mostrando el lado cada vez más
frívolo de las costumbres que rigen esa sociedad que ha sepultado la
consciencia, donde uno se empeña por elevar su posición a través de una
vanidosa inteligencia y la otra está determinada a mantener su incomprensión
intacta. En ambos casos nos encontramos ante la autosuficiencia ciega de la
propia existencia, uno que clama poder porque cree estar por encima de todo y
otra que está decidida a evitar la
angustia a cualquier precio.
Este reencuentro con la angustia como principio de una autocrítica
y como medio para expiar las culpas es lo que reclama John el salvaje al decir
impotente: “Reclamo
mi derecho a ser desgraciado”. Tras darse cuenta, gracias a Mustafá Mond (el abogado del diablo en la novela) que es
inútil luchar contra esa sociedad que no busca ni necesita librarse del
condicionamiento, el salvaje pretende encontrar en el trabajo y en el
arrepentimiento la unión entre el espíritu y la naturaleza que le haga
trascender; pero la cultura y la civilización no pueden detenerse, mucho menos
pueden ir ya hacia atrás, así que nuevamente se precipitan a la barbarie en
nombre de una sociedad perfecta.
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