sábado, 26 de mayo de 2018

El príncipe idiota, Dostoievski.



¿Se puede ser inocente y desdichado? Dostoievski nos muestra que sí, sobre todo en tiempos donde el dinero y el hambre de poder hacen de la nobleza algo ridículo. León Nikolaievitch Muichkine es el príncipe desafortunado que regresa a Rusia tras haber pasado varios años, difíciles  pero memorables, lidiando con la epilepsia. El acecho constante del baile de San Vito ha hecho de él un idiota, alguien incapaz de cubrir las exigencias de las personas vanidosas y realistas. Se trata de un personaje mitad Jesucristo, mitad Don Quijote que encuentra una sociedad llena de exageraciones justificadas por la riqueza, por el resentimiento y por la búsqueda de la posición social. 

Practicar la compasión y otras virtudes clásicas en esa sociedad resulta ya ingenuo y hasta catastrófico, sobre todo  para alguien que tiene una salud frágil. El poner en segundo plano el amor propio, el idealismo del amor al prójimo, resulta agradable para las personas, incluso resulta atractivo mientras no se obstaculicen sus intereses, mientras no afecte su posición o su asención social. Sin embargo el problema permanece, y en esto  Dostoievski tiene una claridad que impresiona, ya que el dedicarse a los demás provoca que nuestros deseos y nuestro orgullo se escondan para aparecer más adelante de forma dolorosa. Soy inocente porque nunca desee para mi más que el bien de los demás, pero también soy desdichado porque me niego el bien particular y pretendo fundirme en el bien universal, esperando o no que me lo reconozcan.  Me niego mi individualidad y eso resulta doloroso a la larga, cuando descubro que no me puedo fundir con el bien universal o con la otra persona mientras yo exista o me piense como individuo. Muichkine está en una contradicción continua al pretender amar inocentemente a La mujer, a todas las mujeres, a través de una sola mujer; y luego al pretender salvar a una mujer y no a todas las mujeres. Y es desdichado sobre todo cuando esa mujer quiere que la amen en su unicidad, como Anastasia, y no como una representación o como un universal, como quiere Aglae.


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