Ilustrado por: Nora Trejo Cámara |
Después de todo, ¿qué hacemos nosotros aquí? Esta pregunta, que lanza uno de los presidiarios anónimos en el libro, conduce siempre a un mismo laberinto que ha tratado de ser resuelto de las más diversas formas y por las más privilegiadas mentes. No es arriesgado afirmar que esta inquietud ha pasado, al menos una vez, por la mente de todo ser humano.
Si
lo anterior es cierto, resulta obvio imaginar que Dostoievski ha sido una de
las mentes que más se lo ha preguntado y uno de los que más respuestas
perspicaces ha proporcionado. La autobiografía “El sepulcro de los vivos” nos
acerca al autor más que cualquier otra de sus obras. A través de Alejandro
Petrovich Goriantscicof, Dostoievski
describe y narra sus experiencias del destierro que vivió como preso político
en Siberia, en el penal de Omsk. Durante esos años de reclusión escribió la
base de lo que sería “El sepulcro de los vivos”; mediante un realismo
fragmentado, Dostoievski describe situaciones, lugares y sobre todo personas, ayudándonos a entender
más claro lo que es el hombre dentro del hombre. “Me llaman psicólogo, esto no es cierto, yo soy tan solo un realista en
el sentido superior, es decir, represento las profundidades del alma humana”.
Dostoievski,
con sus descripciones, saca a sus compañeros del anonimato que les impone el
vivir y morir en la prisión, en la casa de los muertos. Como
bien explica Bajtín en su “Estética de la creación verbal”, todos los
personajes de Dostoievski se juntan fuera del tiempo y el espacio como seres en
el infinito. Ya sea que describa físicamente al pequeño Luka Kuzmitch o que describa psicológicamente
al resuelto y temible Petrof es
inevitable sentir que esas descripciones particulares en realidad son ya la
explicación de las profundidades del ser humano. Su retrato de la prisión
podría ser fácilmente comparable con las sociedades actuales, en donde se
percibe que el hombre vive con tanto
miedo como el preso dentro de la penal.