lunes, 15 de diciembre de 2014

El sepulcro de los vivos, Dostoievski.


Ilustrado por: Nora Trejo Cámara

Después de todo, ¿qué hacemos nosotros aquí? Esta pregunta, que lanza uno de los presidiarios anónimos  en el libro, conduce siempre  a un mismo laberinto que ha tratado de ser resuelto de las más diversas formas y por las más privilegiadas mentes.  No es arriesgado afirmar que esta inquietud ha pasado, al menos una vez, por la mente de todo ser humano.

Si lo anterior es cierto, resulta obvio imaginar que Dostoievski ha sido una de las mentes que más se lo ha preguntado y uno de los que más respuestas perspicaces ha proporcionado. La autobiografía “El sepulcro de los vivos” nos acerca al autor más que cualquier otra de sus obras. A través de Alejandro Petrovich Goriantscicof,  Dostoievski describe y narra sus experiencias del destierro que vivió como preso político en Siberia, en el penal de Omsk. Durante esos años de reclusión escribió la base de lo que sería “El sepulcro de los vivos”; mediante un realismo fragmentado, Dostoievski describe situaciones, lugares y  sobre todo personas, ayudándonos a entender más claro lo que es el hombre dentro del hombre. “Me llaman psicólogo, esto no es cierto, yo soy tan solo un realista en el sentido superior, es decir, represento las profundidades del alma humana”

Dostoievski, con sus descripciones, saca a sus compañeros del anonimato que les impone el vivir y morir en la prisión, en la casa de los muertos. Como bien explica Bajtín en su “Estética de la creación verbal”, todos los personajes de Dostoievski se juntan fuera del tiempo y el espacio como seres en el infinito. Ya sea que describa físicamente al pequeño  Luka Kuzmitch o que describa psicológicamente al resuelto y temible Petrof  es inevitable sentir que esas descripciones particulares en realidad son ya la explicación de las profundidades del ser humano. Su retrato de la prisión podría ser fácilmente comparable con las sociedades actuales, en donde se percibe que el  hombre vive con tanto miedo como el preso dentro de la penal.

A veces no recordamos  que podemos ser libres, nos olvidamos de asumir la libertad a pesar de que pueda resultar lo contrario. Hora sería, como escribe Alejandro Petrovich,  de dejar de lamentarnos de las circunstancias que nos han infiltrado la gangrena,  hora sería de contemplar la libertad antes y no después de que nos impongan las cadenas. Pero es difícil ir en contra de nuestro sentido común, en contra de los determinismos, en contra de esa  vida monótona  que se desliza gota a gota y que nos lleva a aceptar la lógica del preso. Lógica que nos silencia ante la colectividad, que nos diluye con los demás forzados,  que hace que otro de los presos anónimos en el libro conteste: ¿Que qué hacemos aquí? Vivimos sin vivir, hemos muerto antes de morir. 

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