jueves, 26 de abril de 2018

Caja de hueso, Antoinette Peské.



Pintura de Margaret, realizada por: Topiltzin Begines

Goldloch es un pueblo bajo los dominios de las altas montañas escocesas. Un lugar de influjos extraños que parecen provenir de los bosques y lagos donde el diablo seduce a los sedientos de belleza, a los que buscan incesantemente los secretos de la naturaleza, a los que consagran su vida al placer estético, a los que se ofrecen a la muerte para dominar la vida, y no al revés.

John Mc Corjeag, el tirano tiranizado por la belleza, es un pintor al que nada le parece natural. A través de su amigo Norbert, vamos conociendo las circunstancias que llevaron a John a la desesperación, al arrebato por no poder captar aquello que reflejan los ojos, sobre todo los de Margaret su amada, esos pozos gemelos de la duda que esconden el infinito. Ambos, John y Margaret, sienten las cosas fuertemente y nada les resulta indiferente, ambos están llenos de resentimiento. Este resentimiento es la dura consecuencia de las tragedias familiares, de la estela pietista de aquellas épocas que sobre todo recae y se quiebra en John, que lo vuelven un enfermo. Nietzsche nos lo explica con su propio ejemplo en el Ecce Homo:

“Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil, es que en ese estado se reblandece en el hombre el auténtico estado de salud, es decir, el instinto de defensa y ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno liquidar ningún asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, -todo hiere… El propio estar enfermo es una especie de resentimiento”.   

John es el hombre solo, en esto radica su enfermedad, y que sin embargo vive una sed de intimidad y de tristeza que sólo con Margaret calma, momentáneamente. John se consuela de la tiranía de la belleza sumergiéndose en el dolor, haciéndose trágico. Ni siquiera la pintura es suficiente como respuesta para la cuestión de la conservación del ser, de lo que conmueve profundamente al permanecer pero que es vacío, de aquello que puede volver a evocar la conmoción de las sensaciones. John no puede aceptar su existencia, no quiere renunciar a su ser, al ser de Margaret ni al Ser supremo, Dios.

Norbert parece ser la voz sensata en medio de toda esa compasión, de toda esa desesperación y de toda esa pasión , en medio de ese pietismo y ese romanticismo, es el que puede analizar  y contar la historia. Pero ¿por qué le damos tanto crédito siempre al narrador, por que siempre buscamos a alguien sensato, al que sobrevive a la enfermedad supuestamente sin contagiarse? Norbert, y los narradores, son como los fatalistas ya sin rebelión, los estratégicos que ya no reaccionan, los que son más inteligentes y sanos que los que murieron, son los que supuestamente saben mejor que nadie que con ningún fuego se consume uno tan rápido como con el resentimiento, el que sufren John y Margaret; resentimiento que, como describió Nietzsche, es su enfermedad y por desgracia, también su tendencia más natural.


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